Ana es una camagüeyana de pura cepa que vive aquí en Madrid desde hace 7 años. Llegó desde Santa Cruz del Sur con su pequeña hija que hoy tiene 11 años. Ana se graduó de filología en la Universidad de la Habana con notas excelentes y hoy trabaja como reponedora en el supermercado de al lado de mi casa. Tiene 39 años y una sonrisa permanente que le irradia el rosto y alcanza aun para iluminar todo el local. Sus compañeras de trabajo, Berta de Perú y María José de Colombia la adoran por su buen carácter y sus ganas de comerse el mundo a bocados. Ana tiene a su marido José Miguel en Miami, a donde llegó hace 10 años tras haberse escapado de Cuba en una lancha por el puerto de Caibarien, nunca más le ha vuelto a ver. Ana llega cada mañana a trabajar a las 8am y es de las primeras que se pone el uniforme y comienza sus labores sin ni siquiera tomar el desayuno, mientras, va riendo, cantado y a veces cuando nadie la ve, se pone a bailar recordando lo buena bailadora de salsa que es. Es fanática de Habana de Primera y cuando los escucha, algo en ella se descompone. Sus compañeras españolas la observan risueñas con un poco de envidia. Todas quisieran tener ese poder de mover cadera y cintura que tiene la cubana.

      Ana vive al otro lado de Madrid, en la parte sur de la ciudad, en un barrio llamado Carabanchel que, según ella, tiene sus cosas buenas y otras malas. Cada día tiene que recorrer la ciudad para ganar un salario mediocre, pero es todo lo que ha podido conseguir para ella y su hija. A veces, cuida a una señora mayor, pero con la pandemia eso ha quedado casi en el olvido. Cuando llega a la casa que comparten con otras dos cubanas y una pareja de venezolanos, intenta poner la cara de la Ana de siempre. Ríe, hace chistes y canta, lo hace sobre todo por su hija. Intenta que ella no sepa lo que está sucediendo fuera de su habitación, ni sepa sobre la verdadera cara del virus. Su hija hace semanas que no va al colegio y se aburre en casa y Ana nada puede hacer por evitarlo. Pero Ana tiene un miedo que le recorre el alma permanentemente. Desde que el virus se apoderó de la ciudad, ha obligado al 90 por ciento de la población a confinarse en sus casas, ella, sin embargo, ha tenido que seguir trabajando. Es consciente que no se puede dar el lujo de quedarse en casa, necesita el dinero, pero cada día sale de su habitación con un temor enorme a contraer el virus, temiendo, sobre todo, por la vida de su hija asmática. Ana intenta sonreír y ver la vida llena de luz tal y como es ella, pero últimamente le está costando. De regreso a casa observa la ciudad cuando toma el bus, y la contempla totalmente vacía. Muy pocas personas se atreven a salir, y ella solo tiene una idea fija en su cabeza, el virus, y el temor de que su hija enferme. Además, teme por sus padres muy mayores que dejó en Cuba, y ambos son de alto riesgo. Ana ve la ciudad y se siente tan sola. Tan sola como sus calles y sus avenidas, quiere creer que exponerse cada día a brindar un servicio tan necesario, le puede ayudar a soportar la jornada, pero no sabe si podrá soportarlo.  Muchas veces se cuestiona que hace en España sola y con su hija y en estos tiempos difíciles aún más. Se pregunta si todo el recorrido vital que la ha llevado hasta aquí ha valido la pena. Y aunque muchas veces duda, sabe que, a pesar de todo, ha servido para ayudar a sus padres, a sus hermanos. Por muy poco que pueda mandar, es mucho más de lo que podría darles si estuviese trabajando de filóloga en Cuba. Por esas razones y por su hija intenta reír en sus 12 horas de trabajo.

       Pero hoy Ana cumple 40 años. Ella lo sabe, pero no le importa, tiene la cabeza demasiada ocupada para pensar en esas cosas. Es un lujo que no se puede permitir. Va llegando a casa agotada, triste y molesta con todo. El padre de una compañera de trabajo acaba de fallecer en el hospital Carlos III y sabe que murió solo, sin ni siquiera su hija poder despedirse, ni podrán hacer un servicio fúnebre. Ana siente como se hunde cada vez más junto a la ciudad. Las personas pasan a diario por el supermercado y en cada mirada, en cada gesto ve el riesgo. Intenta concentrarse en el trabajo, sólo pensar en su hija le da fuerzas para continuar. Imagina que cada palabra, cada mano que se posa en los estantes puede provocarle un gran susto. Toma el ascensor y sube hasta el noveno piso. Sólo necesita besar a su hija para estar bien, darse un baño y dormir. Refugiarse en el descanso e intentar afrontar el nuevo día con ánimo. Abre la puerta y un sonoro grito de júbilo y alegría le golpea la cara sin darle tiempo a reaccionar. Cuando se da cuenta, tiene ante sí a su hija con un gran cartel de felicitación, y a todos sus compañeros de piso cantándole el cumpleaños feliz. No le queda más remedio que sonreír agradecida, sumarse al júbilo y disfrutar. A fin de cuentas, la vida va de eso. Está convencida, que, para morir, siempre habrá tiempo.  

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