No hice más que levantarme esta mañana y recibir un mensaje extraño por Instagram. Alguien, que yo no conocía, me pedía disculpas por haber desaparecido. Me daba varios motivos: la pandemia, la familia, el novio, pero yo seguía sin entender. Reviso su perfil. Veo un chico muy guapo y joven compartiendo lindos momentos con sus amigos, con su familia. Pero yo seguía sin reconocerlo, sin saber quién era ni porqué me escribía. Le pregunté a mi marido, y mientras esperaba su respuesta, decidí seguirle el juego porque sabía, que, a pesar de todo, habría una explicación.

Le tranquilizo diciéndole que no hay nada de qué preocuparse, que por culpa de esta maldita pandemia no podemos tener una vida lo más normal posible, que sé que hay prioridades, que habrá tiempo para conocernos, que lo importante es que seguimos conectados y que vivimos muy cerca. Me dice que le encantaría conocerme y que le invitase a un café, que, aunque él está estudiando, vive muy cerca, a sólo 50 metros de nuestro apartamento, y por supuesto le digo que sin problemas.

A los 5 minutos de esto, recibo una lacónica auto invitación, “ahora tengo tiempo para ese café, ¿me invitas? “. Mientras tanto mi marido me explica que llevaba días hablando con él por grindr y que un buen día dejó de responder, pero que no le preocupaba, porque todos sabemos cómo es la aplicación, algunos allí suelen ser inconstantes en el mejor de los casos. Luego de haber obtenido toda la actualización correspondiente sobre el expediente que desconocía, le invito formalmente al café. 

Una hora después volví a escribir a mi marido.  

  • No te dije yo que ese huevo quería sal* – le comento vía WhatsApp.  

  …. Pues vino a por el café, le dije, actualizándolo minuto a minuto. Le encantó la casa, las obras de arte y en mi horrible inglés, traté de explicarle el origen y el significado de todas las piezas, le hice un recorrido por el apartamento y hasta quiso ver el jardín. Me dijo que, para esta zona de la ciudad, era todo un lujo poseer uno así.  

Se le veía muy nervioso y por ello intenté romper el hielo haciéndolo sentir muy cómodo y brindándole rápidamente el café a por el que vino. Nos sentamos a tomarnos el aromático brebaje. Hablamos en inglés, obvio, pero había en su mirada un deseo anhelante, una inquietud desbordante, un desespero que iba más allá de su nerviosismo y, a la misma vez, una necesidad de no ser tan evidente.   

      Cuando se acabaron los 5 temas de conversación que pude sacar con mi deficiente inglés, le dije que era muy guapo. Entonces decidí lanzarme. Estaba tan seguro de cuáles eran realmente sus intenciones, que no temía al fracaso. Y ya que me había lanzado a las turbulentas aguas, le dije que su rostro, aparte de ser muy varonil, era muy atractivo. entonces me hubiese gustado decirle que la simetría de sus ojos con respecto a sus labios era casi perfecta pero no sabía si alcanzaría a 1: entender el sentido de la frase, 2: si yo sería capaz de profundizar un poco más en inglés. Al fin y al cabo, solo tenía 25 años, pero por la azorado que estaba, parecía de 19.

Aun así, estiré mi brazo y le rocé la cara con las yemas de mis dedos. Como quien roza una figura perfecta de porcelana china. Pero recibí un portentoso cubo de agua fría en mi cara. Acto seguido me dijo que tenía novio y que no buscaba sexo. En mis adentros pensé “Te compro lo primero, pero lo segundo lo pongo tan en duda como que Priscila soñaba con dejar de ser un bus atravesando la Australia profunda”.  Inmediatamente retiré mi mano por respeto, no era mi intención violentar nada.

Pero, como si adivinara mis pensamientos, me dijo que no le molestaban las caricias, aun así, yo desistí del todo. Nos bebimos el café con calma y seguimos conversando de la ciudad, de los hombres que viven en la ciudad y del deporte que hacen esos hombres que viven en la ciudad y en la playa. También me comentó sobre sus estudios. Me dio un poco de pena porque, según él, estudia desde las 9 de la mañana hasta las 9 de la noche. Además esta llevando dos carreras tan diferentes como pueden ser las ciencias informáticas y la biología. Por un momento pensé que no querría estar en su piel. 

      Por alguna razón que no recuerdo, caímos en la típica y manida conversación del clima. Afuera hacía un poco de frío y el apartamento, le expliqué, no está preparado para soportarlo. Además le dije que no conseguía poner la calefacción del equipo del aire acondicionado. Él, presto y servicial, se dispuso a resolverlo pidiendo el mando del equipo. Aseguró que, en Tel Aviv, todas las casas estaban preparadas para soportar el tímido frío del Mediterráneo. Tras 5 minutos intentándolo, sin conseguirlo, le comenté que era una pena porque yo era naturista y me encantaba estar siempre desnudo tomándome un café, o echado en el sofá. Pero que, con el frío, no apetecía tanto.  

      Me aseguró de que a él también le gustaba esa idea de andar en bolas porque le permitía sentirse libre. Que a veces iba a la famosa playa nudista que hay cerca de la ciudad, Ga ash, y que en algún otro momento podríamos tomarnos un café en cueros. Y le pregunte, ¿y por qué no ahora? 

      Él sin pensarlo dos veces me dijo que estaba de acuerdo. Aunque no podía demorarse mucho porque debería regresar a estudiar. Yo, jubiloso, le intento preparar otro café y me dice que no, que esta vez prefiere un té. Me voy a la máquina a hacerlo y cuando me doy la vuelta con la taza humeante en la mano, el chico, que, minutos atrás vi entrar por la puerta y se lo llevaban los nervios, ahora estaba totalmente desnudo en medio de mi salón.

He de admitir que lo que ví era esencialmente muy atractivo. No era un cuerpo 10, no era un cuerpo trabajado de esos que son carne de gimnasio. Al contrario, era un cuerpo proporcionado, con sus músculos adecuados y desarrollados en su justa medida. Además, como suelen ser los hombres de esta zona del mundo: sobre su piel blanquísima había una enorme mata de vellos ocupando cada centímetro de su cuerpo. Era un hermosísimo vello negro y abundante.

Ahora era yo el que casi temblaba. No de temor, ni de nervios, si no de la emoción. De tener a esa persona sentada en mi sofá totalmente desnudo viendo cómo se dejaba observar con el placer reflejado en su rostro. Obviamente yo me desnudé inmediatamente. Me acomodé en el otro sofá frente a él dándole espacio para evitar estampidas y sobresaltos. Y de pronto me suelta… 

  • Me encanta tu pene – y yo pensé, ¿perdón?…-  
  • ¿Ah sí? – le respondí 
  • Porque no lo tienes recortado. Aquí es muy dificil encontrar chicos que lo tengan así como el tuyo. 
  • Si es cierto. La costumbre aquí es quizás, muy higiénica, pero no es muy estética – le comenté mientras intentaba, a duras penas, esconder mi dilatada erección. 

     Llegado a ese punto decidí olvidarme de la vergüenza, si es que la tenía, y entregarme a la causa del placer salvaje. 

     Saqué el tema del masaje. Es algo que me gusta mucho, que lo había estudiado en Madrid y que me encantaba recibirlos también.  Le pregunté si le gustaban, contestó con un no muy inseguro. Arguyó, que no se siente cómodo cuando le tocan el cuerpo. Aun así, le ofrecí un masaje. Le dije que le ayudaría a calentar el cuerpo y, sobre todo, al relajamiento muscular y sensorial.  Inmediatamente aceptó. Se sorprendió que tuviésemos una camilla. En menos de un minuto ya lo tenía totalmente desnudo bajo mis manos que ardían de placer por la posibilidad de poder tocar ese cuerpo tan bello.

A pesar de lo que se vislumbraba, le dije que sería breve porque sabía que él tenía que ir a estudiar. Le di unos pases básicos en la espalda para calentar la zona y en sus hombros. Suelen ser movimientos muy agradables y agradecidos por el placer que proveen al cliente. Continué hacia sus nalgas: pequeñas pero firmes, sensuales, duras y curiosamente lampiñas en comparación con el resto de su velludo cuerpo. Por un momento pensé que quizás se las rasuraba. Trabajé firmemente cada músculo de sus nalgas, masajeé la zona a profundidad propiciando su placer, y obviamente el mío. Creo que no hay nada más sensual que saber que estás ayudando al placer de otro y, si es adorando la belleza de un cuerpo masculino, mucho más aún.  

       Tras unos minutos provocando el relajamiento en el glúteo medio, profundizando en el glúteo máximo y ayudando al alargamiento del glúteo mínimo, comencé un rápido trabajo en sus muslos interiores. Son, estas, otras de las zonas más erógenas que existen en el cuerpo humano. Para cuando comencé a acercarme a ellas, ya veía una reacción bastante violenta en su sensualidad. En sus deseos de ir un poco más lejos de lo que yo le estaba brindando con mis manos. Podía escuchar cómo los gemidos lo delataban descaradamente. Pero lo que él no sabía, es que, parte de la magia radicaba allí: provocarle un alto placer sensorial, a un nivel de deseo y de lujuria exacerbado y no permitirle desarrollar esa necesidad de acabar.

      Mi pene también estaba completamente erecto y rozaba su cuerpo constantemente mientras iba manipulando cada porción de sus músculos.  Él lo sentía y lo disfrutaba. En un momento determinado optó por tomarlo firmemente con su mano izquierda. Yo me dejé llevar. Estaba disfrutando tanto o más que él de ese momento de intimidad masculina. De esa erupción de placer voluptuoso entre dos cuerpos desnudos que nada tienen que perder y todo tienen por ganar. Unos minutos después, decidí dejar de fingir que era un profesional. Comencé a manipular su ojete con mi mano derecha mientras que con mi izquierda me dedicaba a jugar tímidamente con su glande tierno y rosado.

Con cada roce de mis dedos en su ojete, su expresiva cara sufría espasmos de placer delirante y entonces casi con un gemido seguía pidiéndome más, me suplicaba que no parara. Comencé a trabajar seriamente su pene propiciando movimientos lentos pero firmes sobre un glande desprovisto de piel, demasiado expuesto al roce, y tras apenas unos segundos de trabajo sobre él, entonces me pidió que no siguiera, que estaba a punto de estallar y quería seguir disfrutando.

Abandoné, en contra de mis deseos, el trabajo sobre su pene. Seguí con mi mano izquierda prolongando el trabajo en sus tetillas cubiertas de vellos, y mi mano derecha hurgando en los alrededores de su ojete. A veces regresaba sobre mis  pasos y me acercaba a sus muslos interiores. Luego volvía a la carga acercándome a sus nalgas, a la zona de la próstata. A esta le dedicaba un tiempo extra y una energía muy especial. Sé muy bien cuánto placer hay en esa pequeña zona desconocida por algunos hombres. Tan temerosos, ellos, de conocerse mejor y, con ello, aumentar el placer del sexo en buena compañía.  

       El trabajo, lejos de ser agotador, era una explosión constante y continua de placer visual, táctil, sensorial y sensual. Él disfrutaba, y yo adoraba verlo disfrutar. Ser yo el que determinaba esa media hora de su vida, ser el causante de su felicidad, de recuperar el placer de ser tocado con respeto, pericia y tanto goce.  

      Regresé a la carga y volví a trabajar su ojete mientras le acariciaba el rostro con mi mano izquierda. Sus ojos me observaban. Había una mirada tierna, pero a la vez indescifrable, inquieta, extrañada. quizás, por lo que yo estaba provocándole. Porque quizás, gracias a mí, estaba conociendo otra faceta del placer y de la vida sexual entre dos hombres. Creo que me hacía muchas preguntas en silencio. Creo que intentaba conocerse, conocerme, adivinar mi próximo movimiento. O, sencillamente, estaba tan preocupado de no bajarse de su séptimo cielo personal que sólo quería alargar esa media hora más de lo que fuese posible. 

       Mientras continuaba trabajando su pene, me enfrenté a sus testículos con delicado placer. Jugaba con ellos como si fuesen dos huevos de pascua, o dos de Fabergé, lo mismo daba. Sólo sabía que eran hermosos y delicados, y, por lo tanto, merecían un compromiso y una dedicación extra. Los masajeaba como si fuesen los míos, con cariño, con goce. Mientras tanto mi otra mano, la derecha, se centraba en poner la chispa, la bala en posición de matar y así fue. Tras una enérgica embestida el chico de 25 años que, tenía bajos mis manos, no pudo aguantar más y se dejó llevar. Una explosión de placer, de fiebre, de sensualidad le invadió. Sus ojos semi abiertos, perdidos en algún lugar de su cerebro, no podían dejar de brillar mientras su esperma, caliente y espesa, brotaba eufórica abriéndose camino hasta mi mano impregnándolo todo. Yo, dichoso, me dejaba quemar. 

       Luego surgió la media sonrisa con una pizca de culpa y otra de placer. Se vistió a toda prisa, me dio las gracias y se fue. Siempre tenía la excusa de que los estudios le esperaban. Lo vi marcharse satisfecho, y mientras tanto, me dediqué a limpiar el estropicio, el placer culpable, y la soledad. 

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