Desde hace par de días ando rumiando la idea de hacerme unos frijoles negros, o como dicen finamente aquí en España, unas alubias. Mi madre, la última vez que nos visitó, trajo una buena cantidad de ellos, de los que ya nos quedaba solamente una lata (unidad de medida que en Cuba lo mide todo, y se usa casi siempre una lata de leche condensada. Como ya no es tan común consumirlas, por su carencia, estas “unidades de medida” pueden tener en cada familia varios años de existencia). Hoy me dispuse a hacerlos y cuando investigo de cerca la bolsa que los contenían, supe que la tarea sería ardua. Tuve que desplegar un paño de cocina en la mesa, al mejor estilo cubano, y esparcirlos en ella porque estaban llenos de pequeñas partículas de tierra y piedras, como buen frijol cubano que se respete. Traían consigo, el sabor, la esencia misma de nuestra tierra abrazándolos a través de distancias y océanos. En Cuba casi nada es fácil, y cómo no, escoger frijoles tampoco. Recuerdo nítidamente la imagen de mi madre casi encorvada intentado limpiar aquello, o a mis tías dedicando parte de su tiempo libre a tan afanosa labor. He pasado alrededor de 20 minutos “apartando piedras de aquí, basura de allá”, como dijera el poeta.

        Y perdiendo el tiempo en ello me he puesto a recordar. Ya estando en España, mi madre vino por primera vez y me hizo sus famosos frijoles negros. Sufrí en carne propia el fenómeno de Proust, esa Magdalena de Proust que con su aroma le trajo al escritor recuerdos olvidados de su primera juventud, y juro que fue lo mismo que sentí. Porque para un cubano, sea de la generación que sea, los frijoles son una marca profunda en el corazón cultural de la nación, tan profunda como la misma caña de azúcar y sus peligrosos índices glucémicos. Son una huella que nos persigue allí donde vayamos y que evocamos en cada momento como parte fundamental de nuestra idiosincrasia. Podemos idealizar nuestra familia, nuestro terruño, recordar nuestras calles, todo lo que nos formó, pero los frijoles negros, forman parte indeleble de esa huella. Estos son, sobre todas las cosas, un plato permanente e imprescindible de cada hogar cubano ahora mismo, en este minuto. Me atrevo a decir que muchas veces, cada crisis de turno en nuestra isla se puede medir por el precio de los frijoles en el mercado, ya sea negro o regular. Los frijoles negros son parte de una formula alimenticia permanente que varía muy poco, y que depende de la capacidad monetaria de quien lo consume, pero que, de manera general, forman parte protagónica del plato llueve, truene o relampaguee. Podríamos decir que nuestro protagonista es un actor de muy buenas condiciones histriónicas, pero que le cuesta llegar a la cúspide de su carrera. Porque ¿cómo no? tiene sus competidores. Por ejemplo, los frijoles blancos, que son como el unicornio del poeta, extraviados en algún paraje idílico de la serranía, por lo que, cuando se consiguen, es una fiesta nacional. Lo mismo sucede con los frijoles colorados, que, aunque son más fáciles de rastrear, lleva su tiempo y también sus buenos billetes conseguirlos. Ambos tienen un problema añadido, (que los hacen estar en la punta del escalón evolutivo del sabor y del placer): necesitan buenos pedazos de carne de cerdo, o chorizos bien condimentados para que su sabor sea redondo, amén de trozos de calabazas o malangas con su buena carga de escasez. Lamentablemente no siempre es fácil encontrarlo todo a la misma vez. En todo ello radica su preponderancia cuando se habla de los escalones superiores. Lo mismo ocurre con el garbanzo. Éste tiene la capacidad de llevarte a otros tiempos, no sé si mejores o peores, pero conllevan un fuerte aroma colonial, huelen a aquellos importados ciudadanos españoles en una isla rebelde y frutal.

Pero el frijol negro es todo lo contrario, es mucho más sencillo, no pide mucho a cambio de alegrarnos el día o el estómago. Allí radica su brillantez, su imprescindible incidencia diaria en nuestras mesas.

      Lo cierto es que los frijoles negros de toda la vida merecen tener un puesto en el parnaso de nuestros símbolos patrios.  Un rinconcito allí, justo al lado de nuestra gloriosa bandera, nuestra orgullosa y etérea palma real, la flor de la mariposa y el colorido tocororo. Muy por encima del ron de lujo que se vende en las boutiques en Paris, o nuestros magníficos Cohíbas en sus humidores tallados en madera en la esquina más rutilante y concurrida de Tokio. Todos ellos forman parte de nuestra nacionalidad, nuestra identidad como cultura allí donde vayamos, pero los frijoles negros, ellos nos han salvado la vida desde la modestia de su existencia, y siguen haciéndolo día tras día. Termino de escribir estas letras y me doy cuenta de que, poco o nada, tiene que ver esto con “mis memorias sobre un confinamiento”. Pero sí, buscándole las cuatro patas al gato, me doy cuenta de que allá, en mi querida isla, tiene todo el sentido del mundo.

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