Se dice que… “siempre tenemos que decir la verdad, pero no siempre hay que decir toda la verdad”. Y bajo ese dogma popular enfrenté mi tan llevado y traído contagio por el COVID. Bueno, más que apenas decir la verdad, lo que realmente hice fue ocultarlo totalmente. No es que yo deliberadamente quisiera mentir, encubrir el contagio, intentar pasar desapercibido y con ello mantener mi libertad de movimiento por la ciudad, y menos aún que me avergonzara de ello, faltaría más. Acaso intenté por todos los medios que, ante la falta de gravedad de mi enfermedad, mi familia y mis amigos más allegados, sobre todo los que están en Cuba, pudiesen preocuparse por una situación que lejos de poder hacer algo útil para ayudarme, los incapacitan para resolverla. El resultado directo de decir la verdad, o casi toda la verdad, hubiese sido una preocupación enorme para ellos, casi un crimen donde los convidaba a naufragar junto a mí en un mar de reales preocupaciones y temores, porque uno de los suyos caía enfermo a cientos de kilómetros de distancia en un “país extraño” alejado de los cálidos cuidados familiares. Por tanto, después de pensarlo muy bien, de hablarlo con la almohada, propuse una reunión urgente con los miembros de mi familia, es decir, Pablo, mi marido; Nacho, mi perro mayor; Pepe, el benjamín; y yo, donde decidimos que habría que callar la situación por aquello de “en silencio ha tenido que ser, porque hay cosas que para lograrlas, han de andar ocultas”… y no generar angustias, preocupaciones y otras calamidades varias, al menos hasta saber cuál sería el grado de gravedad de nuestra aventura junto al querido COVID.

Pero tras pensar un poco sobre esto, sobre las verdades y las medias verdades que cada día nos vemos abocados a decir, me vienen a la mente varias preguntas. Preguntas cómo ¿por qué razón un gobierno X, (no quiero entrar en el dime que te diré), tan en boga por estos días, llega a la conclusión de que es mejor para sus conciudadanos que no sepan la verdad de la amenaza que desde principios de este año se cernía sobre nosotros? Era una verdad tan potente como un edificio de acero, tan necesaria para preparar nuestras mentes y ser capaces de calibrar exactamente el peligro al que nos exponemos. Una realidad que nos ha convertido en seres controlados por un virus y también por los medios de comunicación y por nuestros gobiernos, con toda la razón en cuanto a estos últimos, como única manera de concienciar y acabar con la amenaza (aunque muchos crean que esa libertad limitada en pos de un bien mayor, vaya en contra de toda ley humana posible) limitando nuestra dinámica social. O en muchos casos, al menos una semi verdad disfrazada de alarma, de dejadez, desidia, carencia e ineptitudes en muchos casos. Los ejemplos sobran a nivel mundial. ¿Por qué determinados seres humanos en posiciones de poder, creen que mentir sobre algo tan complicado y difícil como una pandemia pre apocalíptica para todos nosotros puede ser algo bueno para la sociedad? ¿qué se oculta? ¿qué se dice? ¿hasta dónde es verdad? ¿las cifras, las que sean, son confiables? ¿por qué no se dicen y si se dicen, por qué se sospechan que pueden ser falsas? ¿creen acaso que no tenemos la suficiente madurez política o inteligencia racional y emocional para comprender la amenaza? Bueno, a veces tal parece que no, tal y como quedó demostrado cuando en medio mundo los seres humanos que somos, de un día para otro y por alguna extraña razón con tufo a miedo, se agotaron rápidamente las existencias de papel sanitario. Pero eso no es más que una anécdota graciosa en medio de tanto caos.

¿Acaso los gobiernos se hacen eco de ese dogma, “decir siempre la verdad, pero no necesariamente toda la verdad”, ya que decir siempre la verdad puede traer graves consecuencias políticas o, al contrario, ocultarlas también? Pero luego, desgraciadamente vemos, que una vez que estas verdades son hechas públicas y no queda duda alguna de que nos han mentido deliberadamente, o a veces por omisión, no han dicho las medias verdades entre dientes y mentiras completas, que sabemos que algunos han actuado de mala fe y otros ni siquiera han actuado, mientras la ciudadanía espera en silencio y con un signo de interrogación en la boca, nos damos cuenta que de nada sirve tener la verdad, que no hay consecuencias inmediatas de dejarla libre, de dejarla correr de boca en boca, de noticiario en noticiario, porque la verdad ha transitado a un concepto reciente que la renombra como la post verdad, que no es más que “ información o afirmación en la que los datos objetivos tienen menos importancia para el público que las opiniones y emociones que suscita” y entonces caemos en cuenta que es mejor ignorarlo todo o hacer como que creemos, o que nos gusta ser manipulados cambiando de cadena, o poniéndonos la última serie de moda de Netflix o Amazon Prime para evadirnos muy rápidamente. Porque sabemos que, muy en el fondo de nuestra conciencia, nos duele que nos mientan y nos oculten información, y que la que se diga esté tan distorsionada, tan infestada de incongruencias, de medias verdades que quedamos indefensos a la espera de algo que nunca llega.

Al final de todo, cuando yo estaba convencido de que mi contagio no iría a más, que la gravedad del asunto no me llevaría a una UCI, se lo comuniqué a mis padres y a mis amigos. Punto por punto compartí mi verdad. Algunos, lógicamente se molestaron por faltar a la verdad. Otros dudaron de si realmente había sido verdad, pero luego me dieron la razón, y mis padres, protagonistas absolutos del ocultamiento, me entendieron perfectamente llegando a la misma conclusión que yo. Hubiese sido devastador para ellos saberlo y no poder hacer nada. ¿Acaso entonces los que dirigen este carnaval planetario están justificando así su proceder?

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