Por dos meses, una difícil realidad nos ha obligado a estar de espaldas a nuestra vida, hemos dejado de reír, de levantarnos cada día con ilusión. Hemos perdido muchas veces el norte, el objetivo vital y nos hemos dedicado simplemente a sobrellevar una situación extrema, y con ello, a buscar la manera de sobrevivir. Obviamente, hemos seguido respirando: nuestros corazones han seguido latiendo entre sesenta y ochenta latidos por segundo; el cerebro, nuestro vigía y manipulador órgano, ha permanecido gobernando con mano dura cada momento de nuestros días, organizándonos las circunstancias de la mejor manera posible para evitar caer en el delirio. Nuestras extremidades, aunque algo entumecidas, han conseguido seguir ejerciendo su deber de sostener, de no dejarnos caer. Nuestro metabolismo, un verdadero héroe anónimo, ha conseguido salir victorioso a pesar de tantos abusos cometidos en esos momentos tan raros de autocomplacencia y lástima, cuando para combatir el miedo abusábamos de la comida chatarra, el alcohol y la falta de sueño.
El sistema inmune, nuestro fiel defensor, ha continuado en un permanente estado de alarma velando por nuestra salud y bienestar, algunos con mejor suerte que otros. Pero me atrevo a decir que a pesar de todo esto, muchos hemos dejado de vivir en estos dos meses que estuvimos confinados por culpa de un virus que aún nos obliga y nos amenaza a un enfrentamiento indeseado. Un desafío que para algunos ha sido desigual y desventajoso, para otros, una rotunda victoria, pero para todos una guerra que hubiese sido mejor no llevar a cabo. Nos ha hecho encararla exigiéndonos usar todas nuestras fuerzas, nuestra paciencia y nuestra valentía.
Millones de personas alrededor del planeta se han visto forzados a apartar momentáneamente su cotidianidad. Los planes a corto y largo alcance planificados han tenido que posponerse sin saber exactamente por cuánto tiempo. Se confirma con esto que, por más que lo intentemos, nuestra vida es difícil de asir, de sostener en todos sus matices. Yo me he visto amenazado en su momento por esta realidad. En medio de toda la aprensión, en la primera semana de la enfermedad, creí que esos planes que tan bien elaborados tenía, en algún momento quizá se podrían llevar a cabo. Por suerte he seguido adelante, la enfermedad no fue a más. Pero otros, desgraciadamente, no lo han conseguido. Esta nueva realidad, que no sabemos cuánto durará, ni adivinamos cuanto dañará al planeta, ni a nuestra cotidianidad, y a las formas de relacionarnos, quizás partir de ahora, impondrán su ritmo. Pero esto no puede convertirse en un parámetro para controlar nuestras vidas, para provocar la inercia y el miedo. Es cierto que hemos sufrido, como civilización, un choque muy fuerte. Pero a lo largo de su recorrido, el ser humano se ha visto amenazado por similares contingencias y hemos llegado hasta aquí porque todo ello nos ha hecho más fuertes. Soy de los que creen que en lo negativo siempre hay una enseñanza. Algunas apremiantes, otras, sin dudas, necesarias.
Este virus, aunque algunos no lo crean, nos está haciendo más sabios, más preparados en muchos sentidos, al menos así quiero creerlo. La distribución de la riqueza necesita ser mejorada; es un concepto que llevamos demasiado tiempo intentando asimilar y, lo peor, que muchas veces cae en un saco hueco, carente de contenido por manido y falto de posibilidades reales de llevarse a cabo. Ha sido desde siempre un planteamiento político de los gobiernos, pero aún no se consigue. El cuidado urgente e inmediato del planeta en el que vivimos es una necesidad perentoria. El ecosistema en el que vivimos hace agua por miles de rincones en este planeta.
Pero regresando a la idea primigenia, millones de personas que poseen una edad determinada pueden llegar a sentir que esta epidemia les ha robado un trozo de vida, un par de meses que serán difíciles de retomar, de recuperar. A los jóvenes y adolescentes siempre les quedara una vida por delante, pero para todos aquellos que pasan de los setenta, este alargado y cruel impasse ha sido demasiado largo, doloroso y cruel. Para todos, cuando podamos volver a la normalidad, será maravilloso retomar nuestras vidas. Para muchos tendrá que ser urgente recuperar el hilo conductor de las suyas porque, sencillamente, no tienen tiempo que perder. Cuando se llega a un cumulo de años vividos cada minuto cuenta, cada segundo que no te permiten disfrutar, que no puedes controlar, es un pedazo de vida que se te escapa y eso es lo que seguramente muchos están pensando ahora. El uso obligatorio o no de la mascarilla, seguramente quedará en un segundo plano. Las salidas a determinadas horas reguladas por ley, también, pero para esas personas que se acercan al ocaso de su vida, les han robado unos meses preciosos y necesarios. A todos nos ha sucedido, pero a muchos no les queda el tiempo necesario y, salir a la calle, recuperarlo, es primordial.