Tuve que aparcar el coche. Desde que encendí el motor, algo me decía que ese no sería un buen día. Intenté no escuchar a mi cuerpo, pero de nada sirvió. Siento unos sarcásticos y juguetones sudores fríos que me van recorriendo el cuerpo y se van apoderando de mí. ¿Será acaso que el virus me ha atrapado finalmente, que me convertiré en parte de una estadística sin final aparente? no lo puedo entender, me he cuidado mucho, creo que demasiado, aunque parece ser que para estas cosas nunca es suficiente. Me he aprendido casi de memoria cada protocolo médico que han dicho en la tele. Las manos me las lavo al menos durante 30 segundos y concienzudamente, me quito los zapatos al entrar a casa y los limpio con cloro, me ducho inmediatamente y nunca dejo de usar ni por un momento la dichosa mascarilla, de las que tengo una colección muy mona. Aun así, parece que me ha llegado la hora. Pero no hay que temer o al menos eso intento repetirme una y otra vez. Tengo que intentar mantener la cabeza en su sitio, tener frialdad para enfrentar esto de la mejor manera posible, y evitar que el miedo se apodere de mí. Será complicado formar parte de este enorme ejército de enfermos que engrosan las filas del covid en medio mundo, y aquí en Madrid, sobre todo, llamar la atención de alguien que sea capaz de interesarse por la salud de este vejestorio. He de decir que desde hace dos días algo raro me estaba pasando, el cuerpo me mandaba señales que no supe leer, he aquí el resultado de esas alarmas silenciosas que para mi edad ya tendría que estar acostumbrado a captar. Pero creo que nunca se está suficientemente preparado para enfrentar cosas como estas. Lo vemos siempre en la tele, en los dramas médicos, en las lacrimosas películas dramáticas, y observamos pasivamente, el drama de otros, la reacción de esas personas y las comprendo, o al menos lo intento, me solidarizo y quiero creer que llegado el momento seré capaz de sentir y de reaccionar de la misma manera. Pero me doy cuenta de que no es así, nunca se está lo suficientemente preparado para enfrentar una enfermedad grave cualquiera y mucho menos la muerte. Esta última es un hecho definitivo, sin reversión posible que te hace dejar atrás tu única realidad. Creo que, en comparación con otras enfermedades, esta no es para tanto, tengo amigos y conocidos que la han sufrido y aún siguen junto a nosotros. Otros desgraciadamente no han tenido la misma suerte. No creo ser parte de los que no conseguirán sobrevivir a este dichoso bicho de mierda, aunque mi terrible adicción al cigarro y mi asma crónica no me dejan ser un campeón del optimismo.Llevo cinco días sin poder levantarme de la cama. Cinco días que no hago más que pensar en el cómo, e intento mentalmente ordenar las cosas que tengo pendientes, por si acaso. La fiebre ronda los 38 grados en el día, y en la noche, esa señora silenciosa se atreve a ir a por más y se pone casi en 40 grados. A veces siento que estoy en medio del infierno, en un abismo tenebroso donde voy cayendo sin límite y sin apuro. Me rodean paredes rocosas llenas de sombras que se iluminan gracias a la violenta lava al rojo vivo que sale del interior y que intenta salpicarme. En las paredes laterales veo pequeñas figuras, con sus caras siniestras, me observan expectantes y risueños como si supieran de antemano cuál será el desenlace de mi caída y esperan a que mi carne se descomponga. Finalmente amanece, lo primero que hago por instinto es palparme el rostro, y sorprendido, me doy cuenta de que sigo vivo. Estoy adolorido, pero con esperanzas aún y ni rastros de esos pequeños diablillos que me observaban la noche anterior. Obviamente estaba perdiendo la cabeza por la fiebre. He llamado en reiteradas ocasiones al puñetero teléfono de la comunidad de Madrid, y milagrosamente después de varios intentos, ayer conseguí que me atendieran de mala gana. Al otro lado del teléfono una chica seguramente muy mona y protegida con los artefactos necesarios, me decía con cierta desgana en la voz, que tendría que mantenerme en casa, evitar por todos los medios acudir al hospital y que alguien en algún momento se pondría en contacto conmigo. Me deseó buena suerte y acto seguido me colgó el teléfono. No pude más que pensar en la pérdida de tiempo que fue esa llamada y sobre todo en la incapacidad del sistema médico de la ciudad para hacer frente a la pandemia. Pero terminar la llamada no fue más que un recuerdo de mi soledad, después de todo, fue hasta agradable escuchar el sonido de la voz de otra persona. Hacía mucho que no sentía ese tipo de sentimiento. He vivido solo la mitad de mi vida, pero justo ahora, me doy cuenta de cuánto pesa no tener una mano que te apoye, una mirada que te regale un poco de humanidad, que intente ponerse en tus zapatos, que procure ayudarte a hacer la vida un poco más fácil. En mala hora llamé a ese teléfono, me siento el último hombre del planeta que no tiene nada ni a nadie. Me levanto de la cama a por una ducha que me libre de todo, que me limpie de la fiebre, que me saque los malos pensamientos y que intente dejarme vacío de todo y de nada. La ciudad en silencio irrumpe como un animal sutil y mordaz por mis ventanas. Despliega sus brillos y sus luces ingenuas como si de un mundo perfecto estuviésemos hablando. Tal parece que el Armagedón se ha adelantado y no me he enterado.La tos no me deja vivir, apenas respirar. Alguien menciona una posible neumonía bilateral, no sé bien que es, pero suena a algo muy grave y no deja que me tranquilice. Lo único que sé, es que cada tentativa de llenar mis pulmones de oxígeno es como el intento fallido de las tropas de Kutuzov cayendo en vano sobre el imposible flanco izquierdo de un Napoleón con tanta fiebre como yo, en su intento de acabar con la resistencia del zar Alejandro en las frías tierras de Borodinó. Mi mente vuela una vez más, y el sonido letárgico de la sirena de la ambulancia que me arrastra por las desoladas calles de Madrid no hacen más que recordarme, que, si Napoleón no hubiese estado tan enfermo como yo, quizás la confrontación contra las tropas de Kutuzov hubiese sido mucho menos desesperada y más cercana a lo que realmente lo hacía ser un genio militar.Paso de mano en mano. Me tienen recorriendo pasillos atestados de personas en espera de atención médica. Sus caras son un recuerdo rotundo de la realidad que se vive en los hospitales de la ciudad. Parece ser que la suerte está de mi lado, recibo un tratamiento especial, tengo demasiadas personas a mi alrededor, todas intentando ayudar. Varias pares de manos me sostienen y me dan cobijo y una agradable sensación de seguridad y calidez hacen que me relaje agradecido. Que bien se siente dejarse llevar y sentir que otros asumen el compromiso de cuidarte, mientras yo, sólo quiero dormir. Las poderosas y frías luces sobre mí ni siquiera consiguen sacarme de mi letargo. Recuerdo ahora que he olvidado regar las plantas de mi terraza, pobres ya están casi marchitas como yo, y he perdido la cita con mi banco, esos malditos intentan dejarme sin nada una vez más.Que incómodo me siento. Apenas me puedo mover. Tengo un dolor insoportable y permanente en mi garganta. Quiero ver y no lo consigo, solo percibo voces que vienen y van, murmullos preocupados y centrados, intentando hacer muchas cosas a la misma vez. No puedo moverme, me siento triste, solo, perdido en una bruma extraña. No sé qué hacer ni cómo reaccionar. ¿Se habrán olvidado de mí?, ¿acaso me han lanzado a la calle esos cabrones sin contar conmigo? no sé qué es lo que pasa, solo siento el pitido ensordecedor de algo que no cesa de marcar el ritmo de las cosas, del tiempo que está por venir. Beat, beat, beat…es tan absurdo y molesto ese sonido y yo siento que me voy alejando de todo. Me voy perdiendo sin dejar rastro por un camino que no lleva a ninguna parte, está lleno de arbustos descuidados, de restos humanos que ensucian el suelo. El silencio vuelve a ser el protagonista de mi camino. Una aguda mudez me va apretando la garganta, me va consumiendo la superficie interior, las fosas nasales, la lengua, las cuerdas vocales. Me pierdo, me voy, me fui…

Llevo cinco días sin poder levantarme de la cama. Cinco días que no hago más que pensar en el cómo, e intento mentalmente ordenar las cosas que tengo pendientes, por si acaso. La fiebre ronda los 38 grados en el día, y en la noche, esa señora silenciosa se atreve a ir a por más y se pone casi en 40 grados. A veces siento que estoy en medio del infierno, en un abismo tenebroso donde voy cayendo sin límite y sin apuro. Me rodean paredes rocosas llenas de sombras que se iluminan gracias a la violenta lava al rojo vivo que sale del interior y que intenta salpicarme. En las paredes laterales veo pequeñas figuras, mi mente enferma imagina diablitos con sus caras siniestras, que me observan expectantes y risueños como si supieran de antemano cuál será el desenlace de mi caída y esperan a que mi carne se descomponga. Finalmente amanece, lo primero que hago por instinto es palparme el rostro, y sorprendido, me doy cuenta de que sigo vivo. Estoy adolorido, pero con esperanzas aún y ni rastros de esos pequeños diablillos que me observaban la noche anterior. Obviamente pienso que estaba perdiendo la cabeza por la fiebre. He llamado en reiteradas ocasiones al puñetero teléfono de la comunidad de Madrid, y milagrosamente después de varios intentos, ayer conseguí que me atendieran de mala gana. Al otro lado del teléfono una chica seguramente muy mona y protegida con los artefactos necesarios, me decía con cierta desgana en la voz, que tendría que mantenerme en casa, evitar por todos los medios acudir al hospital y que alguien en algún momento se pondría en contacto conmigo. Me deseó buena suerte y acto seguido me colgó el teléfono. No pude más que pensar en la pérdida de tiempo que fue esa llamada y sobre todo en la incapacidad del sistema médico de la ciudad para hacer frente a la pandemia. Pero terminar la llamada no fue más que un recuerdo de mi soledad, después de todo, fue hasta agradable escuchar el sonido de la voz de otra persona. Hacía mucho que no sentía ese tipo de sentimiento. He vivido solo la mayor parte de mi vida, pero justo ahora, me doy cuenta de cuánto pesa no tener una mano que te apoye, una mirada que te regale un poco de humanidad, que intente ponerse en tus zapatos, que procure ayudarte a hacer la vida un poco más fácil. En mala hora llamé a ese teléfono, me siento el último hombre del planeta que no tiene nada ni a nadie. Me levanto de la cama a por una ducha que me libre de todo, que me limpie de la fiebre, que me saque los malos pensamientos y que intente dejarme vacío de todo y de nada. Afuera la ciudad penetra muda por mis ventanas, despliega sus brillos y sus luces ingenuas como si de un mundo perfecto estuviésemos hablando. El silencio es un animal sutil y mordaz que lo invade todo. Tal parece que el Armagedón se ha adelantado y no me he enterado.

La tos no me deja vivir, apenas respirar. Alguien menciona una posible neumonía bilateral, no sé bien que es, pero suena a algo muy grave y no deja que me tranquilice. Lo único que sé, es que cada intento de llenar mis pulmones de oxígeno es como el intento fallido por parte de las huestes de Kutuzov, de atacar el flanco izquierdo contra un Napoleón con tanta fiebre como yo, en su intento de acabar con la resistencia del zar Alejandro en las frías tierras de Borodinó. Mi mente vuela una vez más, y el sonido letárgico de la sirena de la ambulancia que me arrastra por las desoladas calles de Madrid no hacen más que recordarme, que, si Napoleón no hubiese estado tan enfermo como yo, quizás la confrontación contra las tropas de Kutuzov hubiese sido mucho menos desesperada y más cercana a lo que realmente lo hacía ser un genio militar.

Paso de mano en mano, me tienen recorriendo pasillos atestados de personas en espera de algo. Sus caras son un recuerdo rotundo de la cruda realidad que se vive por estos días en los hospitales de la ciudad. Parece ser que la suerte está de mi lado, recibo un tratamiento especial, tengo demasiadas personas a mi alrededor, todas intentando ayudar. Varias pares de manos me sostienen y me dan cobijo y una agradable sensación de seguridad y calidez me hace relajarme agradecido. Que bien se siente eso, dejarse llevar y sentir que otros asumen el compromiso de cuidarte, mientras yo, sólo quiero dormir. Las poderosas y frías luces sobre mí ni siquiera consiguen sacarme de mi letargo. Recuerdo ahora que he olvidado regar las plantas de mi terraza, pobres ya están casi marchitas como yo, y he perdido la cita con mi banco, esos malditos intentan dejarme sin nada una vez más.

Que incómodo me siento. Apenas me puedo mover. Tengo un dolor insoportable y permanente en mi garganta. Quiero ver y no lo consigo, solo percibo voces que vienen y van, murmullos preocupados y centrados, intentando hacer muchas cosas a la misma vez. No puedo moverme, me siento triste, solo, perdido en una bruma extraña. No sé qué hacer ni cómo reaccionar. Se habrán olvidado de mí, acaso me han lanzado a la calle esos cabrones sin contar conmigo. No sé qué es lo que pasa, solo siento el pitido ensordecedor de algo que no cesa de marcar el ritmo de las cosas, del tiempo que está por venir. Beat, beat, beat…es absurdo y molesto ese sonido y yo me voy alejando de todo. Me voy perdiendo sin dejar rastro por un camino que no lleva a ninguna parte, está lleno de arbustos descuidados, de restos humanos que ensucian el suelo. El silencio vuelve a ser el protagonista de mi camino. Una aguda mudez me va apretando la garganta, me va consumiendo la superficie interior, las fosas nasales, la lengua, las cuerdas vocales. Me pierdo, me voy, me fui…   

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4 thoughts on “Morir solo, sólo morir

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