Él nunca soñó con ser bombero, nunca se sintió interesado en apagar fuegos ni lidiar con la muerte en primera persona, y menos aún, en arriesgar su vida. Nunca soñó con ser cosmonauta ni caminar por el solitario y helado cosmos ni con sentirse atraído por lejanos y misteriosos planetas, aunque en eso contribuyese al conocimiento humano. Mucho menos soñó con arrojarse al vacío en un paracaídas desde un avión en vuelo y sentir la adrenalina fluyendo por su cerebro mientras cae cientos de metros por segundo. Nunca pretendió usar un ala delta como extensión final de sus brazos y sentir la libertad de jugar y fluir con el viento desde las alturas. Ni se interesó en subir el Everest y lidiar con la atmósfera cero y los vientos traicioneros que lo hielan todo a su paso. Menos aún se imaginó hurgando en las profundidades del lecho marino en un minúsculo submarino recogiendo muestras en las Fosas de las Marianas. Nadar entre tiburones blancos en las costas de Sudáfrica, aunque sea protegido con una estructura de acero, le parecía una insensatez enorme. Él se consideraba un hombre común, y como tal, solo quería vivir una vida sencilla, tranquila y anodina. Siempre ha creído en su mantra personal, “nada tengo que probarle a nadie y mucho menos a mi mismo”. Pero esa apatía por la vida la sentía desde niño, lo atrapó y lo alejó con el tiempo, de una realidad donde depender de otros para vivir es un arma de la inteligencia humana. La vida le enseñó, a veces amablemente y otras con la crudeza de un golpe en la sien, que todos dependemos de los demás y de nuestra capacidad de interactuar como seres sociales.
Desde que era un niño intentó entender por qué siempre se auto relegaba de todos sus compañeros en el receso mientras se agrupaban en piñas a comer sus meriendas y a jugar entre ellos, él desde una esquina, intentaba digerir su soledad, con una mezcla de alegría e inconsecuencia. De adolescente nunca rompió ninguna regla, ni violó ninguna norma. Nunca se escapó de casa, nunca se emborrachó, nunca tuvo enemigos, menos aún denigró a una chica, de hecho, las chicas ni siquiera sabían de su existencia. Era simplemente un fantasma desandando los pasillos del instituto, intentando proseguir con su vida lo más normal posible y superar esa mediocre etapa. Con la llegada de la adultez, un grito ronco y profundo desde el interior de su subconsciente le llamó la atención. Debía sumarse al flujo de la vida o la vida pasaría de él. Debía ser un ser social o corría el peligro de convertirse en un paria antisocial. Muy a su pesar se propuso cumplir con las reglas establecidas, con todo lo que se esperaba de él. Estudió una carrera universitaria, creó una familia, obtuvo un buen trabajo y tuvo hijos. Era consciente que, además, tendría que sembrar un árbol y escribir un libro, porque es parte de la fórmula, por si preguntan. Entendió, a base de golpes, que era la única manera de no convertirse ante los ojos de los demás, en un perdedor. En ese momento comprendió, que su razonamiento comenzaba a cambiar, por más que lo intentó no pudo evitar pensar en los demás y como los demás. Aunque siempre careció de una motivación real de crecimiento y búsqueda espiritual, lo cierto es que las cosas que obtuvo, siempre las consiguió por que otros lo esperaban de él. A pesar de que se sentía cómodo consigo mismo, la vida pasaba por él lentamente y sin sobresaltos, era a fin y al cabo, todo lo que él necesitaba.
Esa manera de ver las cosas le forjó un carácter triste y amargado. Ver sus ojos era observar un desierto sin vida, sin apenas matices. Era un ser incapaz de apreciar el vaso medio lleno, donde solo lo veía medio vacío. Su vida funcionaba por inercia y la motivación no era parte de la trama.
Pero hoy despierta muy temprano, sabe que comienza un nuevo capítulo en su vida. Uno donde la esperanza será parte esencial de sus horas, y la manera de observar la vida, llega con nuevos matices. Hoy como nunca, se deslumbra con la belleza que se cuela por su ventana; es un carnaval de colores con los tonos rosas, azules y amarillos del amanecer abriéndose camino a través de las caprichosas e irreales figuras de las nubes. Hoy, extrañamente, su cuerpo disfruta del delicado toque del agua recorriendo su piel durante su ducha matutina, de la capacidad que tiene de nutrir y saciar la sed de sus poros. Hoy el zumo de naranja del desayuno, le brinda un sabor diferente. Después de casi un mes al borde de la muerte, en una cama de una UCI por culpa del coronavirus, que le desencadenó una neumonía necrotizante y una sepsis respiratoria, hoy recibe el alta médica del hospital de La Paz de Madrid y está feliz por ello. A sus recién cumplidos 40 años, nunca se había sentido tan cerca del final, y aunque aún le queda un camino de recuperación muy largo que recorrer, esta nueva oportunidad la ve como un regalo de la vida. Sabe que será difícil porque iniciará un proceso donde debe volver aprender a hablar y a modular la voz, tendrá que ganar masa muscular e intentar sincronizar los músculos debilitados de sus piernas para volver andar, y, sobre todo, recuperar la funcionalidad total de sus pulmones. Pero todo eso es lo que menos le importa ahora. Esta nueva oportunidad le ha dado un sentido nuevo a su vida, le ha hecho abrir los ojos y despertar de una vez.
Hace un mes que salió del hospital. Ya se siente un poco más seguro para andar, aunque aún puede sentir que su cuerpo no es capaz de responderle al cien por ciento, pero en su mente ya no queda rastro alguno del “no puedo” que en otro momento lo hubiese paralizado por completo. “Hay cosas más importantes que eso”, piensa mientras casi arrastra su pierna derecha camino a un pequeño local situado en Malasaña. Una hora después sale del mismo con un dibujo sencillo tatuado en su pierna derecha. Era un vaso por la mitad y una frase que decía simplemente “medio lleno” que quiere que sea su nuevo mantra a partir de ahora, un recordatorio de cómo se planteará la vida en el futuro. No intentará nadar con tiburones, ni saltar en paracaídas, mucho menos tomar unas clases rápidas para volar alas deltas en una playa perdida de la Patagonia. Su propósito es mucho más sencillo, será simplemente intentar salir de la cama cada día con un único objetivo, el de ser feliz, tener la predisposición mental para aprender a ver la vida en colores, con todos sus matices. Desear, en medio de un día gris, plantearse ver el sol ocupando toda su mente. Ante un golpe inesperado, aprender a esquivarlo, sacar conclusiones, y continuar el camino. Para él es esencial intentar recomponer una vida carente de ilusiones y llenarla de objetivos vitales. Pero también cree que ese cambio radical, esa alegría por la vida debe ser devuelta en agradecimiento. En el hospital pudo sentir todo el amor que los seres humanos aún son capaces de brindar. Su cuerpo recibió atenciones no solo médicas, sino de paz, de amor y de cercanía que nunca había sentido, o quizás mentalmente no estaba predispuesto a sentirlas. Ha sido eso un grato descubrimiento que, gracias a su gravedad, ha comenzado a sentir. Una manera de devolver tanta generosidad del personal médico es conseguir que su vida tenga sentido. Por ellos que lo hicieron en su momento y aún siguen batallando y por los que no lo han conseguido también se ha propuesto cambiar. Esta mañana lo he visto pasar por el frente de mi portal. Llevaba la cara risueña, e iba silbando una canción de moda, mientras sostenía en sus manos un pequeño árbol para sembrar. Me dio los buenos días alejándose de mí con paso apurado.
Qué bonito Yomani!! Me encanta cómo escribes
Gracias querida Loly por leerme. Me alegra saber que te gusta. Abrazos.