Pasar tanto tiempo en casa por culpa del confinamiento nos permite tener el tiempo y la predisposición mental para descubrir y visualizar a las personas que nos rodean, a las familias que forman parte de nuestra comunidad. Personas que están soportando, como nosotros, este encierro casi permanente. Obviamente no nos vemos con frecuencia, ni en el ascensor, ni en las escaleras, ni en el pequeño jardín que precede a nuestro edificio, de hecho, ni siquiera sabemos quiénes son. Sólo tenemos un factor que nos es común a todos y es vivir ahora en Madrid y en medio de una pandemia. Cada uno de nosotros confluimos alrededor de un espacio que es vital para cada casa y cada familia que es la cocina. Allí se cuece el alimento, se generan las conversaciones más sinceras, si es posible con una taza de café, mucho mejor. En ella casi siempre se recibe a los amigos, los que son de verdad, aunque tengamos un salón para ello. La cocina de una casa es como el corazón de una madre cariñosa siempre deseando poder ser útil. En nuestro caso, cada cocina de cada apartamento de nuestro edificio, da a un patio interior, o de luces como se le dice en España, y que sirve como canalizador y catalizador de cuanto latido humano sobrevive hoy día. No es más que un recuerdo vivo y exquisito de nuestra persistencia, de las buenas y malas vibraciones, y sobre todo, de cuanto acontece en el día a día de la ciudad, ya sea sobre política, sobre la pandemia, y sobre la vida misma.
En otros momentos, por decirlo de alguna manera, normales, no era común coincidir con los vecinos a casi ninguna hora del día. Cada uno de nosotros estábamos demasiados ocupados viviendo nuestras propias vidas en una vorágine alegre y exigente. Pero desde hace unos meses, cuando esa cosa nos invadió por la boca y por la piel, nos ha hecho permanecer en casa y coincidir a todas horas posibles. Fuese en el desayuno, en la comida y para la cena, y hasta en la colada personal de cada familia, mientras sacamos tímidamente nuestras cabezas para averiguar si nuestra húmeda ropa, no hará mella o daño alguno en la ropa colgada del vecino de abajo y viceversa para evitar, por el bien de la comunidad, que las cascadas de agua que caen de la ropa recién lavada rompan el frágil equilibrio de una comunidad demasiada predispuesta a sobre reaccionar por culpa del bicho.
Pero lo curioso de confluir en ese espacio fundamental que rige la familia contemporánea que para nada es social, (pero que a la vez y por su indiscreta cercanía se convierte en un ente con vida propia, que suma más que resta) es que, aunque no quieras, puedes ser testigo de todo tipo de conversaciones más allá de tu realidad. Estar en tu cocina, guisando tus lentejas, te da acceso de primer nivel a todo tipo de discusiones, disquisiciones filosóficas sobre la vida y la muerte, sobre el devenir de la política en tiempos complicados, sobre historia antigua o reciente, sobre los últimos inventos de la modernidad galopante, y hasta las mejores ideas para amamantar a un bebé cuando se está en la plaza. Por ejemplo, la vecina de enfrente, que ronda los 70 y largos, adora hablar con sus hijos, ya mayores, sobre la muerte y la soledad, pero en plan de cachondeo. Ese es su planteamiento vital en estos instantes, pero que lo haga desde una perspectiva halagüeña y desprejuiciada (lo percibo por el tono de su voz), me llama muchísimo la atención. Yo preparando el futuro sofrito de mis lentejas, no hago más que sonreír y mientras corto la cebolla que me hace llorar como un niño, pienso que quiero, cuando sea mayor, ser como ella. Justo encima de esa señora tan avant-garde, vive una joven pareja de recién casados con un bebé de menos de un año. Todos en el edificio nos hemos dado cuenta lo difícil que les está siendo mantener una rutina disciplinada ante las necesidades de su bebé. Siempre hay un movimiento exagerado de personas revoloteando alrededor del mismo, parece un pequeño rey sol encandilando todo a su paso. Ya sean las coladas a cualquier hora del día o de la noche, los biberones, los prolongados y “agradables” llantos del bebé que no comprende, mientras pasa de mano en mano, las muy inquietas palabras que se dicen el uno al otro, me dan unos deseos enormes de echar una mano. Pero tranquilos, tampoco hay que exagerar. Justo debajo de la señora que no teme a la muerte, vive un señor de unos 60 años más o menos, que adora cantar, casi a gritos, canciones de la Pantoja, si, esa señora que por diversas razones nunca pasa de moda y que tiene el poder de soliviantar a las masas a favor o en contra más que la presidenta Ayuso misma, y eso, ya es mucho decir. El señor cuando no canta, cosa que suele ser un alivio para mis oídos, disfruta con maldecir a cada uno de los miembros del gobierno nacional o de la ciudad, poco le importa el color del partido político.
Su mayor queja es que “no tienen ni pu… idea de cómo enfrentar al bicho”. Justo frente a mi derecha, pero en un apartamento más abajo, siempre hay una adolescente en su ventana, hablando por su celular con el noviete de turno. Siempre habla en un susurro, imagino que intenta burlar la censura de sus padres sobre sus andanzas sexuales. Pero la pobre, que cree que son anónimas, no sabe que el cajón de aire que ocupa ese espacio sirve de amplificador del sonido, y, por ende, es como si pusiera el teléfono en manos libres. Mientras tanto, yo río. Punto y aparte merecen las celebérrimas broncas de los chicos del 4a, no saben que los gritos y las risas post broncas, y sus consiguientes escarceos amorosos, suben y bajan por ese cajón de aire, con una facilidad pasmosa emocionando y/o enfureciendo al vecindario según la hora del día. Aun así, ocupamos asientos en platea para disfrutar de la telenovela de turno queramos o no. Frente a nosotros tenemos a la vecina del 3b, a la que nunca vemos en 320 días al año, y con la que compartimos el tendal para secar la ropa. Pero cuando yo decido, casi nunca, ocupar deliberadamente su espacio, aparece como por arte de magia con su mala cara a reclamar su espacio, y llama inmediatamente al portero, para que este me recuerde que ese no es mi sitio. Supongo que ella es demasiado señora para dirigirme la palabra.
Pero en nuestro particular salón de actividades sociales, que es el patio interior de nuestro edificio, la información fluye libremente y mucho mejor que en internet. Allí siempre hay un cotilleo que es permanente y común entre todos nosotros. Baja y sube dejándose llevar por los remolinos de aire frio o caliente así sea la estación, y como un niño travieso, va de ventana en ventana, entrando en cada cocina y emitiendo su propia opinión, y es el permanente y omnipresente virus de los co…j…Es como un catalizador social, una de las únicas cosas que nos pone a todos de acuerdo, a pesar de las diversas banderas, puntos de vista políticos, maneras de proceder en la salud. Es el bicho; el único culpable, el que nos mantiene alejados, enjaulados, confinados, tristes, desanimados, mustios, desarropados y con miedo. Luego están las directrices principales con las que no nos ponemos de acuerdo, pero felizmente, a nosotros no nos toca tomar decisiones más allá de cuidarnos y respetar las normas establecidas para combatirlo. Es más fácil mantenerse actualizado sobre las últimas novedades de este por esta vía, que tener que encender la televisión para averiguarlo. A la larga, estar bien informados gracias al clamor popular, nos ayuda a ahorrar tiempo y electricidad. Cierto es y como decía antes, aunque todos tenemos opiniones diversas, todos coincidimos en aceptar la realidad de que lo que tenemos que soportar por el virus, de la necesidad de cuidarnos y con ello, cuidar a los demás. Hasta tiene sus ventajas, gracias a esa vox populi podemos enterarnos de la llegada de nuevas remesas de mascarillas y geles de alcoholes para las manos a la farmacia, que, por alguna oscura razón, escasean o se pierden obviando así, las inmutables leyes del libre mercado. Hasta una opinión nada desdeñable hay sobre la calidad de determinada mascarilla sobre otras.
Me gusta fantasear con la posibilidad de algún tipo de cámara oculta, tipo gran hermano, que deje constancia videográfica de todo esto para la posteridad como una manera de entender la crisis sociológicamente hablando. Esta realidad extraña sería un ejemplo perfecto para entender el pasado, un legado para la posteridad, de cómo la sociedad contemporánea de ese lejano año del 2020 tuvo el coraje de enfrentarse a una pandemia, el valor de resistir a pesar del miedo y la inseguridad. Sería un documento gráfico de como en los momentos más álgidos de la pandemia, la gente siguió viviendo, riendo, cantando, aplaudiendo y apoyando a sus médicos con solidaridad y empatía. Una muestra de cómo seguimos tomando posiciones erradas y/o atinadas, comunes o encontradas, pero aun así nos seguíamos amándonos, abrazándonos, queriéndonos, odiándonos, gritándonos y blasfemando sobre la vida, dios, el estado y la política. Es en una sola palabra, humanidad. Si, es un fiel reflejo de lo que somos, así de simple.