Y cuando parecía que ya todo estaba preparado para un gran final tipo Hollywood, cuando ellos, en su buen hacer en pos de un espectáculo de altura, encienden las rutilantes luces de colores, dirigen los focos sobre lo que más vale y brilla de su star system en la alfombra roja y la orquesta presta a hacernos escuchar la fanfarria y desatar el jolgorio, ocurre un nuevo giro del guión. El escritor, que está llevando con mano firme la trama de nuestras vidas, no nos podía regalar un final tranquilo más que merecido, al contrario, se divierte con manipularnos salvajemente y a su antojo hasta el final de la temporada. Ha necesitado un nuevo enfoque, un nuevo dilema. Ha encontrado la forma de alargar la solución en una trama ya demasiado estirada, agónica. Él necesita dejar su huella, aunque termine destruyendo su obra. Para él es primordial acabar por todo lo alto, y como no podía ser peor, ya no le es suficiente tener un único enemigo; cruel, despiadado, que, al fin y al cabo, de tanto odiarlo y temerle, hasta lo sentíamos cercano, fácilmente reconocible, casi como de nuestra familia. Lo descubrimos, a veces, como el cuñado que siempre dice lo que no debe, o como ese miembro pesado y diletante que hay que soportar porque es parte de nuestra sangre. Pero ya sabemos, el guionista quería más y ahora hace su entrada triunfal un nuevo y mejorado ente, una derivación igual de terrible y quizás más peligrosa, pero difícil de reconocer, de combatir porque no lo conocemos. La nueva cepa inglesa.
Las alarmas globales volvieron a sonar, las portadas de los periódicos de todo el mundo no se limitaron a informar, al contrario, se sienten dichosas de ser una herramienta más del guionista y disfrutaron con desatar a la bestia. Nuestra inquietud, parcialmente adormilada por la certeza del final, por la seguridad que nos brinda ese brillo lejano al final del túnel que es la vacuna, se vuelve a poner en duda. Estas malas nuevas sobre la aparición de una cepa diferente, nos pone a todos en ascuas, suenan las alarmas, caen las bolsas de valores, las iglesias vuelven a llenarse, los periódicos alargan sus tiradas, las televisiones ganan rating, la gente se enardece y los negacionistas se frotan las manos ante el fatídico espectáculo. Los médicos ya no saben qué hacer, imploran por el autocuidado personal y los políticos sólo observan, y quizás, luego decidan.
Pero los pobres mortales, el vulgo aterido y febril, no sabemos a ciencia cierta a qué atenernos, a cómo escapar de este encierro involuntario y salvar la navidad. El por qué la navidad obtiene un peso superlativo, más allá del que siempre ha tenido, no consigo entenderlo, o más bien asimilarlo. Porque seamos claro, todo tiene que ver con el vil metal baby… o siendo un poco ingenuos, quizás sea la única manera de recordarnos que seguimos vivos o que hemos sobrevivido, que nuestra sociedad tal y como la conocemos es aún real, fácil y segura de ser vivida.
Pero lo cierto es que, sin quererlo, Londres muy a su pesar se ha convertido en el epicentro de todo y ha sufrido como lo sufrió en su momento Wuhan en su ya lejana realidad. De pronto, un país que dice sobrevivir al Brexit a pesar de ellos mismos, que batallaban a diario para mantener un pulso a su favor en la era del post brexit contra la Unión Europea, se vio atrapado en los límites de su propia isla y de sus propios complejos. Cientos de miles de personas suplicaron salir urgentemente de allí, opiniones de todo tipo nos hicieron recordar el linchamiento mediático que sufrió Wuhan en su momento, y sus pobladores, de pronto obtuvieron una hermosa máscara de apestados sólo por pertenecer al lugar donde se mediatizó el descubrimiento. De nada importó que Dinamarca y Australia ya hubiesen hablado del asunto.
Pero sí, Londres provocó el desequilibrio en el precario equilibrio mundial, y la mutación nos ha sorprendido una vez más con unas alarmas que sonaron frenéticas como suele ocurrir, como si un nuevo bombardeo nazi persistiera en hacer desaparecer Londres bajo el peso del metal e incapaz de ahuyentar a su graciosísima majestad The Queen de los límites de Buckingham Palace. Pero, al final, no es más que el sonido cansado de la verdad antes nuestras caras, es como un villancico intermitente y fastidioso, de esos que suenan al mismo tiempo en cada centro comercial al que entras, induciendo a consumir por el simple sonido de sus machucadas letras musicales, a dejarte el salario del mes entre paquetes coloridos y objetos ya de antemano obsoletos. Son tan atroces sus aburridas notas que intentan recrear una realidad ficticia y congelada en otra época, una más benigna, casi pueril. Pero a casa regresamos cargados de regalos, objetos que a la mañana siguiente ya no tendrán valor alguno y por el camino vamos escuchando la arenga del político de turno pidiendo mantener la calma; el distanciamiento, la cordura, comernos la cena de nochebuena sin pasarse de la raya, ¡y sin multitudes familiares alrededor de la mesa por favor! Nos piden seguir resistiendo, nos dicen que ya va quedando menos y cuanto más lo dicen, menos lo creemos, más personas salen a la calle a reivindicar su derecho a hacer lo que le da la gana a pesar de todo.
Lo cierto es que ninguno de nosotros contamos que este guionista maligno, si el del principio, que se aprovecha de cada muesca en el guión y sabe dar por donde más nos duele, siga siendo capaz de sacarse un as de la manga y recrear una variación sobre el mismo tema. Un personaje decidido a contar su propia historia, que llega bajo el signo de la navidad, como una premonición, como si ese derrotero fuese capaz de marcar su destino, su camino guiado tal vez por la estrella de Belén que anunció, en su momento, la llegada de otro personaje clave para la historia de esta tierra errante. Pero si, intento tomar distancia de todo, de lo real y de lo fantástico. Todo me parece tan distópico y a la misma vez tan peligrosamente real, que nos vemos rodeados de escenas tan desiguales en sus formas y en sus contenidos que no sé qué pensar. Las surrealistas compras navideñas, los villancicos y el oropel aguantando la pose con un développé hasta que caiga el telón, hasta que la orquesta no pueda más, hasta que llegue el momento de lanzarse por la borda del Titanic, y con ellos, la sociedad contemporánea actual, y a metros de todos ellos, cientos de personas luchando por sus propias vidas en posición prono para facilitar, con oxígeno de alto flujo, la saturación de sus pulmones. Pero sí, es importante mantener la pose, esa sensación de normalidad, aunque del cielo caigan raíles de punta, y del pacifico salga un bicho enorme (made in Japón) devorándose todo. Es eso, o perder la calma. Es como regentar un garito de locos y trasnochados incapaces de contener la forma, aceptar la disciplina, mantener el civismo como una necesidad vital de convivencia humana, como la única arma posible para desviar el nuevo golpe; esa línea definitiva, esa frase sublime del guionista que mueve a nuestras vidas y acallar ese cambio de guión, ese giro repentino que nos ha impuesto justo al final del camino, como si las cansadas tropas de Kutuzov fuesen incapaces de llegar, con honor y gallardía, de mantener la vida más allá de la muerte a la plaza roja para un desfile militar ante su impotente zar.