Cada vez que hablo con mis padres allá en Cuba, mi madre termina, como buenos cubanos que somos, hablando de comida. Es este un tema recurrente dentro y fuera de la isla y del que nos apasiona hablar. Hay algo extraño o desconocido, algo que (en el fondo sí sabemos perfectamente a qué se debe) nos apasiona a los cubanos cuando hablamos de comida. Un tema que es capaz de generar lazos entre desconocidos, fomentar sanas discusiones, homilías recurrentes por advenedizas voces, que sin tener ni idea, aportan lo suyo al buen comer del cubano. Es algo que nos determina como nación, obviamente entre otros miles de cosas más, como la pizza, la pasta y la bella torre de Pisa determinan al italiano, la Coca Cola, las hamburguesas y el ideal intervencionista de Rambo en asuntos que no le importan al estadounidense, y las Matrioshka, la Plaza Roja y el vodka para soportar el bajo cero, a los rusos. Estereotipos que explican, de manera superficial, cómo somos, y a pesar de que no sólo somos eso, encierran una verdad determinante. En nuestro caso, es una asignatura pendiente que tenemos todos los cubanos con el sistema de ecuaciones de la inventiva nacional. Una norma que nos impide sentirnos libres de disfrutar del sabroso y necesario acto que es el comer, y, sobre todo, con el buen comer. Hay una diferencia abismal entre ambos conceptos, si no, que nos pregunten a nosotros.
En fin, a lo que iba, mi madre intenta, aprovechando el excesivo tiempo muerto que esta pandemia global nos obliga a vivir y desde la distancia que nos divide, hacerme cocinar mandándome recetas caseras, que la definen como la excelente cocinera que es, para intentar que yo, desde el otro lado de la magia que proporciona la internet, consiga comer según los estándares cubanos, y recordar de paso, cómo es comer comida casera cubana made in Xiomara. Ella en su neófito acercamiento a la red de redes, insiste en que yo al otro lado del mundo, consiga recordar, analizar y puntualizar cada receta, cada porción y cantidad de ingredientes que ella gustosamente me manda cada vez que puede. Me comenta en nuestros encuentros casi diarios, que yo debería intentar hacer al pie las recetas, para conseguir mantener la ilusión de que un pedazo de Cuba permanece indeleble en mí, en este caso a través de la gula. En algunas ocasiones hasta me sorprende con algunas recetas que se inventa con lo que puede, como el flan de leche sin leche o la carne con papa, sin carne ni papas, (es que el picadillo de soya ha hecho mucho daño) y que increíblemente le quedan muy ricas.
Pero broma aparte, al final no son más que un acto de ilusión pasajera, un acomodo ligero y sin fondo, con fórmulas que a grandes y entendidos chefs jamás les hubiese dado por imaginar. Lo que pasa es que mi madre siempre está a la búsqueda y captura de conseguir hacer más con menos, hacer de la carencia, abundancia y del aburrimiento culinario, la diversión diaria a la hora de arrimarse a la mesa.
Porque, como ya es fastidiosamente sabido, permanecemos cerrados a escala planetaria y sin un horizonte benigno a la vista, y lo que nos sobra es tiempo (sobre todo para el que no tiene la suerte de teletrabajar) y la capacidad de protegernos o al menos intentarlo evitando acciones temerarias en la calle. Y pienso que ¿por qué no darles la alegría a mis padres, recordarles de otra manera, y de paso, alimentarme del recuerdo y del buen gusto de la sazón de mi madre?
Ya sean unos frijoles negros bien “apotajados” como nos gusta a nosotros los cubanos, así casi dormiditos que apenas podemos remover en nuestro plato y que por fuerza deben poseer su respectiva hoja de laurel (casi en extinción, por cierto) y su exagerada porción de comino, que algunos no entienden del conflicto que genera la carencia de este para el sabor final. La tortilla con plátano maduro frito es un clásico, aunque muchos crean que también es una aberración culinaria, pero ¿qué puedo hacer? me gusta mucho ¿y qué me dicen de los tamales?, en Cuba consigue mezclar un momento de fiesta con una atmósfera cargada y a punto de llegar a acaloradas discusiones por culpa de la dialéctica constructiva de la receta pues varían en modo y forma. También está su receta hermana, en este caso maíz tierno en cazuela al mejor estilo cubano con sus empellitas, (para el que lo coma y para cuando se consiguen, porque a veces es como el petróleo venezolano, una dádiva difícil de adicionar). También mi madre insiste en que repita exactamente como dice ella todo un clásico cubano, las famosas torrejas, que no torrijas (que a mi entender carecen de personalidad y con perdón de mis amigos españoles), y que se traduce en una suculenta porción de azúcar que va corriendo a depositarse en nuestros michelines o a subir nuestros niveles de glucemia.
Pero mi madre muy sabiamente ha sabido jugar sus cartas para inspirarme a comer mejor, o al menos, como ella cree que debo comer mejor y a que no olvide mis raíces. Ella feliz me hace reproducir las recetas y compartir comentarios sobre el resultado, generando un acercamiento mayor a través del paladar.
Porque también eso de que comamos mejor en Cuba es sumamente discutido, y sólo se sostiene por el recuerdo y la añoranza edulcorada de los que, ya estando dentro o fuera, hemos ido dejamos atrás. Cierto es que a pesar de la abundancia que hay en los mercados de alimentos de España u otros lugares, no siempre consigo encontrar el producto ideal para cocinar como yo recuerdo que se cocinaba en Cuba. Muchos dirán, naturalmente, que la calidad es mucho mejor, la oferta es más diversa, pero por muy increíble que parezca, no siempre consigo el producto exacto, porque simplemente las costumbres difieren, y la venta de los productos también. Por el contrario, en Cuba, cuando algo no aparece, cosa que desgraciadamente es bastante común por culpa del bloqueo… mental de algunos, disparan nuestras neuronas y frenéticamente se ponen a trabajar en pos de hallar rápida solución a tan acuciante problema gastronómico. Se puede pasar del plan A original al plan B, y muchas veces acabamos en el plan D, con una facilidad pasmosa. Pero eso sí, nunca perdemos la ilusión de llevar al fogón el tan soñado y codiciado plato de comida a nuestro gusto, o lo más semejante posible “a lo que un día, simplemente soñé”, aunque muchas veces sea esto, una rara avis.
En fin, toda esta nueva realidad (y sin ánimos de frivolizar sobre este asunto delicado que es la pandemia y de todos los males que trae asociado con su presencia; el confinamiento, el dolor, desgraciadamente la muerte, la polarización de las ideas de las personas, la angustia, entre otras cosas) me/nos ha regalado el tiempo suficiente para meternos de a lleno en la cocina, y en mi caso, con las recetas de toda la vida de mi madre que recuerdo desde mi niñez. He conseguido mantener un lazo especial con mis orígenes, con parte de lo que me identifica como cubano; así esté en Miami, Madrid o Tel Aviv, y si en la Antártida estuviese, seguramente que también estaría clamando por un portentoso plato de frijoles negros o colorados y su pedazo de pan para que no se sientan tan solos en su plato de duralex de toda la vida. Estoy así, perpetuando una manera de cocinar comida cubana allí donde quiera que esté gracias al invento y la analogía. Estas son cualidades esenciales con las que se deben nacer en Cuba para afrontar el futuro, y que, de no venir con ellas en el complejo diagrama genético, deben ser rápidamente asimiladas por cualquier conciudadano. Dicho aprendizaje debe ser adquirido para subsistir y perdurar siempre desde el placer de la gula y en medio de una pandemia global.
Yomani, disfruto de tus reflexiones y no me doy cuenta de que eres tú el que está ilustrando en negritas tal placer estético ¡Dios te bendiga! No es un cliché, lo deseo con el alma.
muchas gracias, me alegra muchísimo saber que les ha gustado esta reflexión. besos